Nunca quieto siempre en movimiento, esa frase podría resumir la historia de nuestra especie. Desde su origen en África los humanos, en su búsqueda de mejores condiciones de vida, han migrado y se han establecido en regiones con ambientes diversos, cada uno de ellos con exigencias particulares. La supervivencia en cada uno de estos nuevos ambientes, con climas, alimentos y patógenos particulares, supuso algunas veces la selección de cambios específicos en el ADN que contribuyeron a que los nuevos moradores pudieran reproducirse y prosperar en una región específica. Estos cambios, así como otros acumulados en el ADN a lo largo de las generaciones, permiten diferenciar una población de otra y son, por tanto, indicativas de un origen genético específico.

Una vez alcanzados los distintos rincones de la Tierra, las migraciones posteriores se convirtieron en una oportunidad para el intercambio, no solo de bienes y cultura, sino también de material genético en un proceso conocido como mezcla genética. Cada uno de los descendientes de estos intercambios tiene en su genoma la representación de cada una de las poblaciones que tomaron parte de este encuentro.
Gracias al conocimiento de la diversidad genética entre las poblaciones y el uso de métodos estadísticos, podemos identificar en cada uno de nosotros las similitudes de nuestro genoma con los de otras poblaciones y así acercarnos un poco a la comprensión de nuestra historia y nuestros orígenes, esto es, al reconocimiento de nuestros posibles ancestros.
Sin embargo, siempre debe tenerse presente que no debe asumirse esta similitud genética como la pertenencia a una etnia particular puesto que este tipo de vínculos hacen referencia específicamente a construcciones culturales y sociales que van más allá de la biología o la historia genética de una persona.